Los hijos, más que tayuditos hombres hechos y derechos ya, cazaban con su padre que el buen hombre los 80 seguro que ya no los cumplía.
Tras los saludos y hablar un poco, la conclusión fue que nos luciría más a todos si los cazadores en condiciones y "con piernas" formaban una mano y el niño y el abuelo formábamos otra para ir más reposadamente. Y dicho y hecho. Ahí quedé yo con el señor mayor mientras mi padre y sus nuevos compañeros se lanzaban a buena marcha a por las perdices.
Al rato de estar caminando, yo ya con una cierta gusa, oí con desesperación que el buen hombre me decía, "Zagal, habrá que ir pensando en pararse a dar un bocado" a lo que yo amable y educadamente le contesté "cuando usted quiera señor, yo no puedo: mi almuerzo lo lleva mi padre en su macuto" a lo que el buen hombre replicó "No te preocupes, que yo ya ves que llevo dos perdices colgadas, así que hacemos unas brasas y nos las almorzamos, ya verás"
Yo, agradecido, nada dije de que posiblemente asadas a las brasas, y más muertas apenas una o dos horas antes, bien duras iban a estar y, cuando el me lo indicó, acarreé un buen ato de sarmientos para hacer una buena brasa mientras que el hombre se quedaba, acomodado en un margen de piedra, aviando las perdices.
Para mi sorpresa, el avío que yo imaginé que conllevaría desplumarlas, destriparlas y tal, tan sólo se limitó a, con una navajita, darles un corte en el gañote y otro en torno a la cloaca y, por esta, introducir un palito, enrollar y extraer de esta guisa toda la masa intestinal y algunas visceras. Luego las lavo por dentro con algo de agua de la cantimplora y les introdujo por el mismo orificio unas ramitas de romero y tomillo y, una vez aviadas así, me las entregó diciendome...
"Ves que en aquel regato aun hay agua zagal? pues te me llegas a allí en una carrera y me las vas embarrando asi, a contra pluma (hizo el moviento encrespándoles el plumaje) que ahora me llego yo a allí mientras las vas adelantando"
Y a allí que me fui, alucinando bastante, a embarrar las perdices y dudando seriamente para mis adentros de que de aquello al final saliese algo ni medianamente comestible...
Cuando al fin llegó a mi lado me hizo embarrarlas aún más, con barro aún más espeso, hasta recubrirlas de una capa de más de un dedo de espesor y, una vez satisfecho, regresamos con ambas pellas de barro relleno de perdiz al montón de sarmientos que, para entonces, ya habían devenido en unas hermosas brasas.
Situó ambas pellas de barro delicadamente en ellas y, ayudado de unas varas, arremontujó las brasas sobre ellas recubriéndolas y me dijo... "y ahora a esperar a que se cuarteen"
Yo observaba fascinado todo aquel montaje, preguntándome cómo nos íbamos a comer nosotros algo cuando el barro se cociese y las perdices quedasen encerradas en el...
Finalmente, cuando decidió que ya estaban hechas, valiéndose de los dos palos las hizo rodar fuera de las brasas, advirtiendome de que aún no debía tocarlas porque aquello ardía y, un buen rato después, cuando ya las estimó lo suficientemente frías y para mi mayor asombro, dioles un fuerte golpe a cada una con uno de los palos, quebrando el barro cocido...
...y eso permitió dejar expuestas las dos perdices mejor asadas y más deliciosas que había probado yo en mi vida.
Las plumas, atrapadas en la gruesa capa de barro, desaparecídas cómo por ensalmo, la piel dora y lustrosa y la carne tierna y para nada seca.
Fascinante.
Y más fascinante fue cuando, muchos años después, curioseando recetas en internet, descubrí que en el siglo primero antes de Cristo, un cierto romano muy dado a los festines, Luculo, servía a sus invitados de más agasajo faisanes rellenos cocinados precisamente así, envueltos en barro con todas sus plumas.
Sobre Luculo, de la wikipedia:
Se construyó una espectacular mansión en el monte Pincio (de la cual hoy sólo se conservan los llamados Horti Luculliani, como parte de la Villa Borghese), un lugar tan fastuoso que no sería igualado hasta los tiempos de Nerón y su Domus Aurea. También construyó otras villas en Campania y en Túsculo. Habiendo visto Tuberón el Estoico su gran villa en la costa cerca de Nápoles, con sus collados suspendidos en el aire por medio de dilatados arcos, sus cascadas precipitándose en el mar, sus canales y estanques para la piscicultura y los mil y un lujos de los que disponía, no pudo menos de llamarle "Jerjes togado".
Tenía en Túsculo diferentes habitaciones y miradores de hermosas vistas, y, además, ciertos claustros abiertos y dispuestos para paseos. Pompeyo el Grande, al verlo, censuró el que, habiendo dispuesto aquella villa con tanta comodidad para el verano, la hubiera hecho inhabitable para el invierno, a lo que, sonriéndose, le contestó Lúculo que por qué iba él a ser menos que las grullas y las cigüeñas y no poder cambiar de casa con las estaciones.
Las cenas cotidianas de Lúculo eran un derroche de riqueza, no sólo en paños de púrpura, vajilla, pedrería, entretenimientos, sino en los manjares más raros, delicados y exquisitos. Cenaba un día solo, y sus criados le pusieron una única mesa y una cena modesta. Molesto con ello, hizo llamar a su mayordomo, y como éste le respondiese que no habiendo ningún convidado creyó no querría una cena más abundante, le dijo : «¡Pues cómo! ¿No sabías que hoy Lúculo cena con Lúculo?» Y a continuación se hizo servir un esplendoroso banquete que disfrutó él solo.