Y aqui viene el final del relato que es bastante largo, lindo para hacer la digestión después de comer, jejej. Despues me contás si viste alguna descripción que hiciera correr tanta sangre!!
Abrazo
Mustel tuvo el coraje de mostrarse ultrajado. Los ruaneses no habían
hecho nada que justificase tales medidas. «¡Sí! Os negáis a pagar los
impuestos, y en eso atendéis a las exhortaciones de estos malvados a
quienes acabo de confundir. Pero por san Dionisio, ya no volverán a
exhortaros.»
Cuando vio retirarse al alcalde, el delfín debió de pensar entristecido
que todos sus pacientes esfuerzos, realizados desde hacía varios meses,
para conciliar a los normandos, habían quedado reducidos a la nada.
Ahora todos, nobles y burgueses, se volverían contra él. En efecto, ¿quién
creería que no era cómplice de la emboscada? A decir verdad, su padre le
había asignado un papel bastante ingrato.
Después, el rey mando buscar a Guillermo, su jefe de tropa.
Y todos comprendieron que había
decidido proceder sin más a la ejecución inmediata de los prisioneros.
«Los que no saben seguir las normas de la caballería, más vale que no
conserven la vida», dijo el rey.
El rey de los auxiliares (nombre que se daba al jefe de los verdugos)
empuja al conde de Harcourt hacia el tajo.
«Arrodillaos, señor.»
El hombre obeso se desploma como un buey. Mueve las rodillas,
seguramente porque hay guijarros que lo lastiman. El rey de los
auxiliares pasa detrás del prisionero, le venda por sorpresa los ojos y lo
priva de contemplar los nudos de la madera, la última cosa del mundo
que tendrá ante sí.
Más bien hubiera debido vendarse al resto, para ahorrarles el
espectáculo que seguiría.
El rey de los auxiliares aferra con las
dos manos la cabeza del condenado, como si fuera una cosa, para disponerla
bien, y separa los cabellos de modo que la nuca quede al
descubierto.
El conde de Harcourt continúa moviendo las rodillas a causa de los
guijarros... «¡Vamos, corta!», dice el rey de los auxiliares. Y ve, como todo
el mundo, que el verdugo tiembla. No deja de balancear la gran hacha,
de mover las manos sobre el mango, de buscar la distancia adecuada
frente al tajo. Tenía miedo. Sí, se hubiera sentido más seguro con un
puñal, en un rincón oscuro. Pero para este bandido, un hacha, y frente
al rey y todos estos señores, y los soldados. Después de varios meses en
prisión, sin duda no sentía sólidos los músculos, pese a que le habían
servido una buena sopa y un jarro de vino para reponer fuerzas. Por otra
parte, no le habían puesto una capucha, como se acostumbra a hacer,
porque no la habían encontrado. De modo que en adelante todos sabrían
que él había sido el verdugo. Criminal y verdugo. Una condición capaz de
horrorizar a cualquiera. Y saberlo lo trastornaba, inquietaba a este
Bétrouve que habría de conquistar su libertad ejecutando el mismo acto
que lo había llevado a prisión. Veía la cabeza que tenía que cortar en el
lugar donde hubiera debido poner la suya, poco después, si el rey no
hubiese pasado por Ruan. Tal vez en este bandido había más caridad y
más sentimiento de comunión, un lazo más firme con su prójimo que el
que podía observarse en el rey.
« ¡Corta! », tuvo que repetir el rey de los auxiliares. Bétrouve alzó el
hacha, no recta sobre su propia cabeza como hace un verdugo, sino de
costado, como un leñador que quiere abatir un árbol, y dejó que el hacha
cayese por su propio peso. Cayó mal.
Hay verdugos que decapitan a un hombre de un solo golpe bien dado.
¡Pero éste no era así! El conde de Harcourt debía de haberse
desvanecido, porque ya no movía las rodillas, pero no estaba muerto,
pues la capa de grasa que le cubría la nuca había amortiguado el golpe
del hacha.
Fue necesario reanudar la tarea. Peor aún. Esta vez el hierro penetró
en un costado del cuello. La sangre brotó por una ancha herida que
dejaba ver la grasa amarilla.
Bétrouve luchaba con su hacha, cuyo filo se había clavado en la
madera del tajo, y que no podía volver a salir. El sudor le cubría el
rostro.
El rey de los auxiliares se volvió hacia el monarca con aire de
disculpa, como si quisiera decir: «No es mía la responsabilidad de lo que
ocurre.»
Bétrouve está desconcertado: no oye lo que le dicen los sargentos,
vuelve a descargar el hacha; y se diría que el hierro cae en un pote de
manteca. ¡Una vez más, otra! La sangre cae por los costados del tajo,
empapa el hierro, tiñe la casaca desgarrada del condenado. Los
ayudantes se vuelven, el corazón conmovido. El delfín muestra una expresión
de horror y cólera; cierra los puños y la mano derecha muestra
un tinte violeta. Luis de Harcourt, el rostro ceniciento, con un esfuerzo
de voluntad, se mantiene en primera fila, frente a la carnicería que hacen
con su hermano. El mariscal mueve los pies para esquivar el arroyo de
sangre que avanza hacia él.
Finalmente, al sexto golpe, la gruesa cabeza del conde de Harcourt se
separó del tronco y, todavía envuelta en la faja negra, rodó al pie del tajo.
El rey no movió un músculo. A través de su ventana de acero
contemplaba, sin mostrar indicios de incomodidad, desaliento ni
malestar, esa sopa sangrienta entre los hombros enormes, exactamente
frente a él, y esa cabeza separada del tronco, sucia de polvo, en medio de
un charco de sangre. Si algo se dibujó en su rostro enmarcado por e
metal, fue una sonrisa. Un arquero se desmayó con ruido de hierros.
Sólo entonces el rey consintió en desviar la mirada. Ese afeminado no
continuaría mucho tiempo en su guardia. Perrinet el Búfalo alzó al
arquero aferrándolo por el cuello de la chaqueta, y mientras aún estaba
en el aire descargó sobre su rostro una bofetada. Pero con su desmayo el
afeminado había prestado un buen servicio. Todos reaccionaron; incluso
se oyeron risas.
Se necesitaron nada menos que tres hombres para retirar el cuerpo
del decapitado. «A lo seco, a lo seco», gritaba el rey de los auxiliares. No
olvidemos que tenía derecho a apoderarse de las vestiduras. Ya era
bastante que estuviesen desgarradas; si además las obtenía
excesivamente manchadas, de nada le servirían. Ya tenía dos condenados
menos de lo que había previsto...
Y ahora se dedicó a enseñar a su verdugo, agotado: «Levantas el
hacha sobre su cabeza, y no la miras, fijas los ojos en el lugar que debes
golpear, en mitad del cuello. ¡Y paf!» Ordenó que echaran paja al pie del
tajo, para secar el suelo, y que vendasen los ojos del señor de Graville,
un buen normando bastante robusto. Lo obligó a arrodillarse, y le
acomodó la cabeza: «¡Corta!» Ahora, de un solo golpe... milagro...
Bétrouve le corta la cabeza, y la cabeza cae hacia delante mientras el
cuerpo se desploma de lado, vertiendo una ola roja sobre el polvo. Y la
gente parece aliviada. Poco falta para que feliciten a Bétrouve, que mira
alrededor, estupefacto, con el aire de un hombre que se pregunta cómo
pudo conseguirlo.
Llega el turno de Maubué de Mainemares, que mira desafiante al rey.
«Todos saben, todos saben...», exclama. Pero como el barbudo ya está
junto a él y le pone la banda, sus palabras se apagan y nadie sabe lo que
quiso decir.
El mariscal de Audrehem se mueve de nuevo, porque la sangre avanza
hacia sus botas... « ¡Corta! »; un hachazo, y con este golpe bien asestado
es suficiente.
Retiran el cuerpo de Mainemares y lo depositan al lado de los dos
anteriores. Desatan las manos de los cadáveres para aferrar más
fácilmente los cuatro miembros, elevarlos y llevárselos. Los arrojan al
interior de la primera carreta, que los lleva al patíbulo, donde serán
colgados. Allí los despojarán. El rey de los auxiliares ordena que recojan
también las cabezas.
Bétrouve recupera el aliento, apoyado sobre el mango del hacha. Le
duelen los riñones; está muy cansado. Poco falta para que lo
compadezcan. Ah, no hay duda de que está ganándose la carta de
perdón. Si hasta el fin de sus días tiene pesadillas y grita en sueños, no
habrá nada de qué asombrarse.
Colin Doublel, el escudero valeroso, que había querido herir al rey
pese a que la confesión lo había
absuelto, estaba nervioso. Hizo un movimiento para desprenderse de las
manos que lo empujaban hacia el tajo; quería marchar solo. Pero la
banda sobre los ojos está destinada justamente a evitar eso, los gestos
desordenados de los condenados.
De todos modos, no pudieron impedir que Doublel alzara la cabeza en
el peor momento, y que Bétrouve... en realidad, no fue suya la culpa... le
abriese de través el cráneo. ¡Vamos, otro golpe! Y asunto terminado.
Sí, los ruaneses que miraban desde las ventanas del lugar tendrían
mucho que contar; cosas que pronto se repetirían de burgo en burgo,
hasta el último rincón del ducado. Y la gente vendría de todas partes a
contemplar ese sitio que había bebido tanta sangre. Nadie hubiese creído
que cuatro cuerpos humanos pudiesen contener tanta y que la mancha
en el suelo fuera tan ancha.
El rey Juan miraba a su gente con un extraño sentimiento de
satisfacción. Al parecer, el horror que inspiraba en ese momento, incluso
a sus más fieles servidores, no le desagradaba; se sentía bastante
orgulloso de sí mismo, miraba sobre todo a su hijo mayor... «Ya ves,
muchacho, cuál es la conducta que cuadra a un rey...»
Este relato está basado en las crónicas de los reyes de Francia y la comilona se llevó a cabo en la ciudad de Ruan - capital del ducado de Normandía - que acaba de recibir com dote el delfin Charles (futuro Charles V) - aclaro de la denominación de "delfín" se daba en Francia al hijo mayor del rey, o sea su heredero. Mas precisamente el festejo de la comida con que el delfín convidaba a los señores feudales normandos (entre los cuales se hallaba Carlos el Malo) se llevó acabo en el salón principal de la torre del castillo de Ruan conocido como Chateau Bouvreil, del cual actualmente solo sobrevive la torre donde se realizó el ágape.
El castillo en su época

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